Así comenzó esta historia.
En la
primavera de 2023 puse en venta mi piso en Barcelona, con la hipoteca medio
pagada, y me compré una casa el desierto de los Monegros que llevaba años
deshabitada. Mi idea era pasar aquí todos los fines de semana, reconstruyendo
este espacio, haciéndolo habitable, para poder marcharme de Barcelona y
trasladarme ya ese invierno.
Hacer de las
ruinas de una pequeña casa de una planta, con un patio y un corral, una ermita;
en el yermo, su lugar natural.
Para buscar a Dios. Para estar solo con Dios solo.
A una distancia de menos de tres horas por carretera de Barcelona, me aseguraba poder recibir dirección espiritual, el sacramento de la confesión y asistir a Misa tradicional todos los domingos y las fiestas de guardar.
Sólo con un
cochecito económico, pero suficientemente alto para estos parajes, bastaba.
Zaragoza, a 40 minutos, y micro-pueblos cercanos con comercios donde encontrar lo necesario para la subsistencia austera pero no muy apañada de un urbanita, además de un cielo limpio como pocos, me hicieron tomar, no sin miedos, la decisión largamente anhelada.
¿Por qué? Para huir de la modernidad; la del mundo y la de la Iglesia. De los decadentes o podridos ambientes laborales y de las parroquias en Barcelona donde sólo importa el ídolo de la nación o su opuesto, los ambientes de derechita del PP en los barrios altos; de los pueblos de Cataluña donde la Iglesia está en las últimas, de ser tildado de facha, carca y otras lindezas.
Y para purgar los pecados de mi vida pasada,
ya confesados y absueltos, pero aún dolorosos. Un sacerdote me recomendó
una vez que leyera vidas de santos, y una de las que más me impactó, como a
tantos católicos a lo largo de los siglos, fue la de San Agustín. Pero no sólo sus
“Confesiones”, sino las catequesis que el Papa Benedicto XVI le dedicó,
especialmente cuando explicó la que consideraba la “tercera” conversión” de San
Agustín, “la que, en la última etapa de su vida, le llevó a pedir perdón a Dios cada día de su vida.
En las catequesis de enero y febrero de 2008, el papa explicó que, “cuando en
junio del año 430, los vándalos asediaron Hipona, el biógrafo Posidio describe
el dolor de Agustín: ´Más que de costumbre, sus lágrimas eran su pan día y
noche, llegado ya al final de su vida, se arrastraba más que los demás en la
amargura y en el luto de su vejez (…). En el tercer mes de aquel asedio se
acostó con fiebre: era su última enfermedad (Vida, 29, 3). El santo anciano
aprovechó aquel momento, finalmente libre, para dedicarse con más intensidad a
la oración. Cuanto más se agravaba su situación, más necesidad sentía de
soledad y oración. Prohibió las visitas de todos excepto de los médicos para
dedicarse únicamente a la oración y pidió que le transcribieran con letra
grande los salmos penitenciales, dando órdenes para que colgaran las hojas
contra la pared, de manera que desde la cama en su enfermedad los podía ver y
leer, y lloraba sin interrupción
lágrimas calientes”.
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